16/6/17

Derribos





Cuando mi padre me introdujo en el negocio, ya me avisó que no era un trabajo fácil. Al contrario, resulta complicado aislarse de lo que sufren los otros, como al médico le cuesta no sentir compasión por el paciente que tiene fuertes dolores, o el bombero se siente conmovido por la persona atrapada tras las llamas. Mi padre me decía que, de todos los oficios que tratan con desgracias y con desgraciados, este era el más complicado, el que más agallas precisaba, el que demandaba una fortaleza de carácter pétrea. 

Me dedico al derribo de amores que se han torcido y han sido abandonados. 

Es bien sabido que toda vida se construye con amoríos, desamores, sueños, esperanzas, dolores y desengaños, felicidad y miseria, conversaciones e instantes. Poco a poco, todos estos elementos se van trenzando entre ellos, conformando la existencia. A veces, es una lástima, alguna vida se trunca, fallan los elementos estructurales- el desamor es como la aluminosis, ténganlo en cuenta- y el individuo debe abandonarla a riesgo de volverse loco dentro de ella. Aquí es cuando intervenimos nosotros, profesionales diplomados que derribamos todo el edificio creado a lo largo de los años y preparamos el solar para que se pueda reconstruir uno nuevo. 

Llevo ya bastante tiempo en el sector y he visto más bien de todo. Pero, hoy, no sé, he sentido una angustia especial, mientras con la piqueta y la maza iba tumbando, uno a uno, los muros de la vida de un pobre tipo que nos llamó el otro día para que lleváramos a la escombrera todo lo que había construido con una mujer durante casi una década hasta que, ingenuo y pardillo, se enteró de pronto que ella ya no le amaba, que tenía otros sueños en construcción y que le daba un beso de despedida que le supo a ricino. En realidad, nada nuevo. Hacemos más de dos decenas de trabajos como este cada año. Quizá me ha afectado más por lo desvalido que me ha parecido el individuo, un pobre hombre si me pidieran calificarle, que creía que el amor lo valía todo cuando todo el mundo sabe que no es así. Alguien que había confiado al cien por cien en que su amor era suficiente. También hay que ser idiota.

Hemos empezado con el derribo de muchísimas estancias construidas con cartas, todas llenas de cariño y ternura, pasión y admiración, que este cliente había escrito a lo largo de los años. Tenemos un código deontológico, unos acuerdos de confidencialidad con nuestros clientes,  que nos impiden relatar lo que vemos pero diré, a título de ejemplo y sin correr riesgos de que el individuo pueda ser identificado,  que estas cartas decían cosas como Me seduce el descubrir – otro hechizo, sin duda- que compartimos tantas quimeras, tantos libros, tantas pérdidas, tantos gustos, tantas ideas fugaces, sin que jamás antes lo hubiéramos sospechado. Me sonroja cuando dices cosas agradables sobre mí que, aunque se me hacen inverosímiles, alimentan mi ego por un ratito. o Los días en que no estás, no sé por qué será, estoy inquieto. Temiendo que no me hayas añorado como yo te he extrañado a ti, incluso, en el lado oeste, el muro se sostenía con frases de este tenor: Me rendí con tu rendición. Me enternecí con tu ternura. Suspiré con tus suspiros. Te entendí porque me entendías. Miré en tu mirada – esa que siempre se torna tan sugestiva después de las nueve- para descubrir el lujo de tu alma, la envidia de cómo eres, de cómo sientes, de cómo quieres. En fin, moñadas de este estilo, pero a miles. Hasta sublime milagro, la llamaba. La verdad, hay que decirlo, el cliente se había currado sus sueños y sus amores porque en todas las estancias, en todos los pisos, en cada ventana y en cada viga, los componentes estructurales estaban llenos de cartas y mensajes. Incluso, hemos encontrado cientos de misivas larguísimas, escritas desde aviones como si no necesitara dormir y le bastara solo pensar en ella. No es de extrañar que la señora se haya acabado aburriendo. Vaya chapas.

Luego, una vez que hemos removido todas las cartas - y ha hecho falta emplear la Catcher a fondo, porque estaban bien pegadas en el edificio de su vida-, hemos pasado a la demolición de la estructura, una maraña de instantes tiernos y momentos hermosos, entretejidos de manera intrincada. No me extraña que el tipo creyera que era un edificio sólido porque los había a millares y he de reconocer que cada uno de ellos era muy bonito. Me he reído cuando he visto a la pareja, tumbados en la cama, desnudos en plena noche, tomándose un gin-tónic con donuts; o cuando se ha caído- tras un mazazo de mi ayudante- la imagen de ella desnuda preparando el zumo del desayuno y el cliente, abrazándola por detrás. No voy a describir- ya lo he citado, tenemos contratos de confidencialidad estrictos- , las escenas de amor, de sexo dulce, de besos largos y caricias de mariposa, los recuerdos de ropa abandonada por el suelo camino del lecho,  que hemos tenido que remover por todo el edificio. Arriba, en el piso superior, nos hemos encontrado  con imágenes de ellos, comprando porcelana o tomando un taxi a la salida del teatro; al lado, nos ha saltado, escondida de detrás de un cuadro, la mirada chispirita y adorable de ella, hablándole en inglés a él; más allá, ambos tumbados en la playa, he de reconocer que la mujer es muy hermosa; al fondo, todo un techado construido con cenas y conversaciones en torno a una botella de vino blanco y unas velas. Hemos hallado, asimismo, un numeroso grupo de castillos, plazas con limoneros y calesas, una giraldilla, varios Sorolla, una pizzería en la que hablaban alemán, desayunos hasta el mediodía, los acordes del concierto para violín de Tchaikovsky ya casi apagándose entre los escombros, algunas sesiones de jazz, lagos de agua oscura y paseos por el bosque, canciones de Rosario, un bonito vestido verde, varios abrazos en playas y paseos marítimos, un par de jacuzzis, catedrales y conciertos, compact-discs grabados a propósito, tardes de compras y regalos de cumpleaños. Hemos hallado un aniversario que cumplía justo hoy mismo, día del derribo, también es mala fortuna. Incluso, como parte de los pilares principales, hemos demolido un gran letrero de la autopista a Wisconsin - ¿qué coño haría allí un cartel así? - y unas tazas de chocolate tomadas entre las nubes, junto a un rodizio compartido. ¿Qué habrán hecho estos dos para tener estos recuerdos tan raros? Uno siempre se pregunta cómo será el edificio de ella. ¿Guardará las mismas cosas?

En los cimientos, hemos encontrado decepciones y perdones entre toneladas de amor, de cariño y de complicidad, sufrimientos comunes y miradas encandiladas, un duende muerto. Los cimientos son siempre difíciles de echar abajo, son muy sólidos, un perdón enamorado se agarra al edificio como una lapa; si algo se ha superado y se ha perdonado, si el amor ha vencido, es imposible de eliminar si no es rociándolo con un buen disolvente y metiendo la neumática. En este caso, el tipo estaba tan enamorado que hemos debido recurrir al explosivo para mandarlo todo al cuerno.

También, entre los pilotes que soportaban todo el pabellón, hemos hallado rendición incondicional a la mujer, dependencia excesiva y ceguera propia del enamoramiento. En la  cara norte, por ejemplo, había un mensaje, bien escondido, que decía: Sé, entonces, que tu mundo, mi mundo, ese sueño que tú generas tan sólo siendo como eres, es lo que importa. Rezo, entonces, para que nunca cambies. Intuyo que sí que ha cambiado para encontrarnos este desastre.

Hemos necesitado más tiempo de lo previsto pero no le vamos a pasar un extra. Me ha dado pena el cliente. Al pobre se le ve hecho un asco. Le hemos dejado el solar como nuevo pero no parece, la verdad, que quiera volver a empezar. Cuando nos íbamos, me ha preguntado:

- ¿Podría reconstruirse todo y dejarlo como estaba?

El camión con el volquete ya estaba echando en la escombrera de la tristeza todos los instantes derribados, todos los momentos compartidos. Me he marchado sin quitarle la esperanza. 




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