24/8/16

Chacona





Acabé los estudios de violín en mayo y para octubre muchas de mis ilusiones ya habían volado lejos. Con el título bajo el brazo y un currículo que incluía estudios de perfeccionamiento en Viena y Budapest pensaba yo que encontrar un trabajo en una buena orquesta, siquiera de suplente, era cosa hecha. Pronto me di de bruces con la realidad. Las orquestas habían ajustado sus presupuestos y la crisis económica impedía que muchas plazas se cubrieran prefiriendo los gerentes echar mano de músicos subcontratados para una gira o un concierto concreto que mantener las plantillas. Pensé incluso seriamente en tocar piezas ligeras en el metro o a la salida de las iglesias los domingos por la mañana, al menos para mantener la disciplina de tocar unas horas cada día. Tampoco era ya joven. Con todos mis viajes y estudios en el extranjero, me había plantado en los treinta y mi carrera iba a ser, en el mejor de los casos, corta.

Fue entonces cuando leí aquel anuncio en el periódico:

Se precisa violinista. Imprescindible tener una técnica depurada, sensibilidad musical y disponibilidad para viajar. Es asimismo imprescindible ser capaz de ejecutar con perfección la Chacona en Re menor de la Partita BWV 1004 de J.S. Bach. 

Interesados, enviar CV a Apdo. 789020256. Buenas condiciones económicas.

Quedé extrañada. Un anuncio solicitando un músico entre otros de alquileres, ventas de segunda mano, masajes o videntes expertos en tarots, era cualquier cosa menos atractivo. Lo mejor que podía pensar era que se trataba de un timo o de alguno de esos trabajos de mala muerte que ofrecen las hamburgueserías para anunciar sus bocadillos en las esquinas de las avenidas. Objetivamente, algo para olvidar sin dedicarle un minuto y, sin embargo, pasé la noche dándole vueltas al asunto. Yo conocía bien la Chacona, era una de las obras que mi profesora en Austria tenía como referencia y, por lo demás, un trabajo maravilloso del titán que vivió en Leipzig. Una pieza de obligada interpretación en cualquier concurso y solo apta para violinistas dotados de una gran técnica y sensibilidad. Modestia aparte, yo la interpretaba razonablemente bien y Frau Hanstermier, mi profesora, me había felicitado en varias ocasiones por la pulcritud de los armónicos y la exactitud de la digitalización, aunque – una maestra siempre debe enfriar el ego del alumno- me recriminaba que la lectura era siempre demasiado mecánica.

- Frau Elvira- me decía-, por Dios, es Bach, es la Chacona… usted no es un robot… pasión, pasión, emoción, … Bitte! Bitte!

Por la mañana, había ya decidido contestar y que fuese lo que Dios quisiese. Aquella misma tarde dejé la carta en el buzón de Correos. 

Tras una semana sin noticias, ya me había olvidado del asunto cuando una tarde, ya casi anochecido, recibí una llamada telefónica:

- Señora Riasol – la voz al otro lado era la de un hombre. Una voz grave, agradable, serena.
- Sí, yo soy, ¿quién llama? – contesté.
- Mi nombre es Germán, Germán Camps. Le llamo por el anuncio que publiqué y al que usted ha contestado.

Me dio un vuelco el corazón. Si era un timo, ahora iba a ser engañada. Quizá, hasta fuera peligroso.

- Sí, soy yo. Efectivamente, le envié mi CV. Si usted pudiera explicarme de qué se trata. No le engaño si le digo que me ha resultado un tanto extraño…
- Lo comprendo, lo comprendo. Y me disculpo, pero tampoco quería llamar mucho la atención. Se trata de un encargo privado. Le aseguro que es serio y de plena garantía. Es sólo un trabajo musical, estrictamente musical.

Me tranquilicé. Aquel hombre era educado y en su voz nada denotaba que estuviera fingiendo.

- ¿Y podría darme más detalles?
- Serán dos días a la semana, unas dos horas por sesión en las que usted, o el candidato elegido, deberá interpretar al violín en mi casa, en las afueras. Llamémosle, un recital privado. Estaba pensando en 5.000€ por mes pero no quiero poner límites si la valía de la música lo merece.

Comenzaba a ser realmente interesante. Aquel dinero, por ocho o diez horas de trabajo al mes era un milagro… o algo tan turbio que había que pagarlo bien. Qué sabía yo. Quizá me harían trasladar cocaína en el violín. Mi cerebro imaginó en unos segundos decenas de razones para colgar el auricular, pero el instinto me hizo continuar hablando con mi interlocutor.

- Realmente, es mucho dinero.
- Lo importante, fundamental si me permite decirlo, es que usted pueda ejecutar la Chacona con maestría. ¿La conoce usted?

Le conté que sí, que era una de las piezas que había estudiado a fondo en Viena, que era una obra que me emocionaba y que me creía capaz de estar a la altura musical -recalqué la palabra- del encargo.

Quedamos en entrevistarnos al día siguiente por la tarde, en su domicilio que, en caso de conseguir el trabajo, sería también mi puesto de trabajo. 

Mentiría si dijese que dormí bien. Al contrario, me pasé la noche recorriendo la cama sin encontrar la postura adecuada y me levanté cansada y con el cuerpo dolorido, nada bueno para ejecutar al violín una pieza tan exigente con la Chacona. 

A las cinco, cerré el estuche del violín y me encomendé a los santos más milagreros que siempre mentaba mi abuela. Tomé un taxi y di la dirección al chófer. Yo no conocía la zona pero, a medida que nos alejábamos de la ciudad, una mezcla de temor y confianza me fue invadiendo. Miedo porque ya anochecía y las últimas calles de la ciudad quedaban ya lejos. Confianza porque aquel barrio era señorial, con casas que a mis ojos eran mansiones. El taxi se detuvo enfrente de un edificio de dos plantas con un amplio jardín alrededor, bien cuidado, iluminado por farolillos blancos situados entre las ramas de los árboles y los setos. La casa era magnífica, la pérgola de la entrada estaba iluminada y arriba, a la derecha, una habitación tenía las ventanas abiertas a través de las cuales se escuchaba música, la segunda de Sibelius si no me equivocaba.

Me acerqué y toqué en el timbre, con cierta inquietud. Esta se disipo en cuanto me abrieron la puerta. Un hombre, en la cuarentena, de apariencia joven y atlética, algunas canas en su cabello, impecablemente vestido con un polo azul de marca y un pantalón beige, zapatos lustrados y un pañuelo en su garganta me miraba con interés.

- Elvira Riasol, supongo – me dijo, al tiempo que me alargaba su mano para saludarme
- Sí, encantada. 
- Por favor, pase, siéntase como en su casa. ¿Desea beber alguna cosa? ¿Ha cenado?
- No, no, gracias…. Quisiera tratar del puesto de violinista porque tengo algunos compromisos y he de regresar temprano a la ciudad.
- Comprendo, comprendo- replicó- , tenga la bondad de acompañarme al salón, allá podremos hablar con comodidad. Veo que ha traído su violín. Excelente.

El tipo no era guapo pero sí muy elegante y me resultó atractivo a un punto que yo misma me sorprendí. Desde luego, debía estar forrado porque la mansión, y aquello era una mansión en toda regla, quitaba el hipo a alguien que, como yo, procedía de una familia muy modesta. Además de dinero, el hombre tenía gusto. La decoración era excelente, humana, íntima, aquella vivienda invitaba a disfrutarla, emanaba sensaciones. Había muchas fotografías colgadas en las paredes, sin duda de momentos familiares pero cada una de ellas había sido tratada y artísticamente mejorada. Las lámparas eras de líneas estilizadas pero de calidad. Las cortinas tenían su color a juego con las paredes y el conjunto de la estancia era muy, muy acogedor. Aquel salón, casi tan grande como todo mi apartamento, tenía un piano en un extremo. Su tapa estaba abierta, señal de que mi entrevistador sabía tocarlo y el equipo de música me dio envidia. Se acercó a él y cortó a Sibelius.

- Por favor, siéntese – sonrió por primera vez. – ¿De verdad que no desea tomar nada?
- De veras, es muy amable.
- Bien, pues si lo prefiere, vayamos al grano. ¿Le parecen adecuadas las condiciones económicas de las que le hablé?
- Sin duda- contesté rápidamente sin acordarme de que para negociar hay que poner cara de no estar muy convencida. Pero, qué diantre, era un sueldo fabuloso, para qué fingir lo contrario.
- Las sesiones musicales serían en esta misma sala. Usted puede elegir el lugar que más le convenga para interpretar porque la habitación tiene una acústica excelente. Lo único que le pido es intimidad. Lo que deseo es que usted llegue y durante dos horas interprete repetidamente la Chacona o, si se lo pido, la Partita completa. No tenemos que vernos, será mejor así. Yo me limitaré a escucharla sentado en aquel sillón que, como puede ver, está en penumbra. No se preocupe, necesito concentrarme. Después, cuando llegue la hora, usted se marchará sin decir nada, sin despedirse siquiera, tan solo para regresar cuando sea la siguiente sesión.

Decididamente, el hombre era raro; el trabajo era extraño; todo resultaba una locura. Pero no parecía peligroso y 5.000 euros eran muchos euros.

- Estoy de acuerdo, de hecho prefiero interactuar lo justo y centrarme en la música- contesté con una arrogancia de la que me arrepentí al instante-, acepto el empleo.
- Un momento, no tan rápido, señorita- me cortó él y yo me di cuenta de mi torpeza-, antes ha de demostrarme que usted ejecuta realmente bien la Chacona de Juan Sebastián Bach. Por favor, cuando quiera. Yo me sentaré en mi sillón que ya le he mostrado y usted puede comenzar cuando lo desee. Hoy, tocará la Chacona una sola vez. Recuerde que los demás días deberá repetirla durante dos horas. Y es mi deseo que cada vez, cada interpretación, tenga el mismo sentido, la misma emoción que la primera. Si usted cae en la rutina, en el automatismo sin vida,  será despedida.

Se alejó y, al sentarse, desapareció de  mi vista porque las luces estaban colocadas de tal modo que resultaba engullido por las sombras. Pensé que quizá era un voyeur, un individuo de esos que babean mirando a las mujeres y que toda la historia de Bach era sólo una excusa para disfrutar sus sucios pensamientos. 

Abrí el estuche, afiné ligeramente la tercera cuerda y me dispuse a tocar.

- ¿No necesita partitura? – escuché su voz que venía de ningún sitio.
- No, no es necesario. Como le dije por teléfono, conozco bien la obra.
- Adelante, pues.

Ya los tres primeros acordes, esos Re- Fa-La, Re-Sol-Si b-Mi y Do #-Sol-La-Mi son difíciles de ejecutar con cuatro notas simultáneas, ese quejido que de pronto llama al corazón como si saliera de las entrañas. Me abstraje de la sombra que escuchaba, o miraba, o qué se yo. En parte por voluntad de hacerlo, en parte porque Bach te arrastra pronto, a los pocos compases de comenzar. Música sublime, elevada, profundamente conmovedora, sólo apta para oídos expertos, para corazones que no buscan el ruido sino la transcripción pura de los sentimientos.

¿Qué estaría haciendo Germán Camps? ¿Me estaría mirando, qué pensaría aquel extraño hombre? Pronto dejé de acordarme de él y me centré en la música, en la difícil ejecución, en los acordes continuos, en las apoyaturas lejanas, en la dinámica siempre cambiante, en esa combinación de voces que tal parece que cada dedo y cada cuerda cantara su propia línea. En el salón sólo se escuchaba mi violín, la partitura de Bach. Tras quince minutos, en la coda final, hube de esforzarme para tocar cada una de las fusas que llegan en oleadas serpenteantes hasta que, por fin, la obra muere en un re largo y doloroso, bajo un calderón, en la tonalidad de toda la partita. Sudaba y bajé los brazos exhausta. Frau Hanstermier era un ángel bendito en comparación con la atmósfera de aquella estancia, con la presencia de aquel hombre que estaba juzgando mi arte desde la penumbra, mi capacidad de leer al genio alemán. Pasaron muchos segundos, quizá minutos sin que se oyera nada y yo no me atreví a hablar, sintiendo un escalofrío extraño.

- El trabajo es suyo- se le escuchó desde la oscuridad. Su tono sonaba triste, muy triste. – Le ruego que me disculpe pero he de retirarme. Tiene un taxi pagado en la puerta. La espero todos los martes y viernes a las siete. Yo me encargo del transporte. Lo siento, he de retirarme.

Dejé pasar un minuto más sin atreverme a moverme. Deduje que Camps había salido por alguna puerta trasera. Guardé el violín y me dirigí por el pasillo hasta la puerta. Como había anunciado, el taxi – un Mercedes- me estaba esperando. Media hora después estaba en mi casa, temblando, sin saber si había conseguido el trabajo de mis sueños o estaba loca de atar.

El martes, hacia las seis y media, sonó el timbre. Un chófer me esperaba frente a una limusina. Entré en el vehículo azorada, suponiendo que todos los vecinos, cotillas, estaban mirando por detrás de las persianas, discutiendo si me había convertido en una diva concertista o en una meretriz de alto precio. Al llegar a la casa me dirigí al salón y no vi a nadie aunque supuse que Camps estaba sentado en su rincón. No hubo saludos, ni buenas tardes, ni manos estrechadas. Abrí la caja, tomé mi instrumento y comencé a tocar la chacona una y otra vez, sin descanso. Si creía que los 5.000€ eran un regalo del cielo, tras dos horas de concierto, siete chaconas seguidas, me di cuenta que no había dinero para pagar aquello. En lo físico y en lo mental. Mis dedos me dolían, mis articulaciones crujían, los músculos del brazo me estallaban. Si ya la obra es difícil una sola vez, hay que imaginar lo que es repetirla siete veces seguidas. Y mentalmente estaba muerta. Tenía bien clara la advertencia de Germán, lógica por otra parte. Nada de frialdad, yo no era un robot, una pianola repitiendo música. Ofrecer anhelo, pasión, fuerza, durante dos horas, sin desmayo, es agotador. 

Me sentí reconfortada sabiendo que no debía decir ni adiós. No podría hablar, charlar. Cerré el estuche y, abatida, salí de la casa. El mismo chófer me llevó a mi apartamento. Me tumbé en la cama sin desvestirme y quedé dormida de inmediato.


Dos meses después, estaba ya acostumbrada. Cada martes y cada viernes me recogía la limo, interpretaba lo mejor que sabía la chacona y regresaba a casa muy cansada. En todos aquellos días, más de cien chaconas después, no vi ni una sola vez a Germán Camps, no hablé con él, no le saludé ni él me dijo nada. Entraba y salía de la casa con naturalidad, casi como si fuera mía y el chófer me indicó al poco que era libre de moverme por ella con libertad, excepto en la habitación del dueño. Así que, incluso, algunos días me quedé en la cocina comiendo un sándwich o parte de los platos que siempre había preparados como si permanentemente esperaran visita. Me sentía tranquila. Si aquel extraño ser hubiera querido hacerme algún mal, ya había tenido todas las oportunidades. No, realmente, estaba interesado, obsesionado más bien, por la música, por la chacona de Bach. Los cheques, por lo demás, llegaban regularmente a mi cuenta bancaria y, en una ocasión, añadió 1.000 euros más con una nota que decía “por el momento tan intenso del martes 18” que para ser sincera yo no recordaba. 

Fue en enero cuando, un viernes, creí sentirle en el rincón. Creí que Germán lloraba pero me dije a mi misma que sería una fantasía. Parecía un loco pero no un melindroso. Él no se había mostrado, como de costumbre, y no pude saberlo con certeza pero, a medida que yo progresaba en mi concierto, me pareció escuchar un llorar desconsolado, suave, de esos llantos que apenas salen a la superficie de tan hondos que son. Terminé el recital y me marché pero aquel día no puede sino detenerme frente al rincón, sin verle, pero sintiendo que estaba sentado allá, emocionado por lo que yo había interpretado. Y, sin quererlo, me emocioné también.

Febrero trajo un invierno especialmente duro en la ciudad. Los primeros días fueron de lluvia intensa y granizo, tanto que cortaron la A-89 y hubo atascos generalizados en el periférico. Con todo, el chófer llegó un poco antes y se las arregló para llegar a las siete a la casa de Camps y para devolverme a mi domicilio a través de los atascos. Fueron conciertos más tristes que los de costumbre, quizá porque el clima también influye en nuestra alma, porque la lluvia nos trae recuerdos que duelen.

Si las dos primeras semanas del mes habían sido malas, la tercera se estrenó con una gran nevada. Dudé de que pudiera ir. Mirando desde mi ventana, el quiosco de prensa estaba medio cubierto por un manto blanco y el estanque del final de la calle estaba helado. Los peatones, enfundados en guantes, abrigos largos y gorros pintorescos, se movían con dificultad, resbalando en la mezcla de hielo, barro y agua en que se habían convertido las aceras. Pensaba llamar a Camps y disculparme pero cuando iba a hacerlo vi que la limusina aparcaba en doble fila frente a mi portal. Al parecer, para Germán las inclemencias del tiempo no eran ninguna disculpa. Con resignación tomé el violín, me puse la ropa más cálida que encontré y bajé al encuentro de Juanjo, el chófer, al que a estas alturas ya tuteaba.

- El jefe te espera- me sonrió como quién ve a un cordero ir al matadero.
- Incansable, es incansable.
- Me temo que sí, así es él. Pero, no cambiaría yo de patrón, la verdad.
- Vamos allá. Tendré que tomarme un coñac si quiero que mis dedos entren en calor.

El recital transcurrió como siempre. No vi a Germán ni nos hablamos. Sentí su presencia vaga en el rincón e interpreté siete chaconas, una tras otra, esforzándome en hacerlo bien, en un buen fraseo, en mantener la tensión de los compases. De tanto en cuanto, el poderoso estruendo de truenos cercanos acompañaban mi tocar, como si de un bajo continuo inesperado se tratara, incluso en alguna ocasión en coincidencia plena con acordes de la obra.

Acabé y, como siempre, me dispuse a irme pero el chófer apareció en el salón.

- Lo siento, pero es imposible. Ha seguido nevando y las calles están impracticables. La policía ha cortado el tráfico. Lo lamento, pero no puedo llevar a la señorita a su casa.
- ¿Alguna manera habrá, no?- protesté.
- Me temo que no. Es la policía la que ya no deja circular por el riesgo de accidentes.
- ¿Y ahora qué? - miré al rincón, sin saber si Germán estaba aún allí.

Un trueno que pareció que había estallado justo sobre el tejado de la casa nos interrumpió.

- Pues se quedará a cenar y a dormir. – escuchaba a Camps por primera vez en meses.

Germán se levantó y súbitamente se mostró a la luz del salón. Tenía los ojos enrojecidos pero, por lo demás, su estado era inmejorable. Llevaba ya tres meses sin verle y, ahora, al rencontrarle, me pareció más elegante y atractivo que cuando me ofreció el trabajo. Llevaba un batín satinado Dereck Rose, color burdeos, a modo de chaqueta, como en la época victoriana, camisa blanca y corbata bajo ella, pantalones impecablemente planchados, zapatos “ópera pumps”. Si no supiera que todo era real, hubiera jurado que era un caballero inglés del siglo XIX, un Sherlock al que solo le faltara la pipa y un monóculo. No sabía por qué pero me gustaba, me atraía aquel loco chiflado, aquella combinación de obsesiones, amabilidad, caducos modales, amor a la música y secretos inconfesables. Un cocktail de hombre al que me costaba resistirme, sin duda, pensé, porque el misterio que le rodeaba evitaba la rutina, el verle en calzoncillos, el escucharle una mala frase, observar un mal gesto …. Le veía cada tres meses, en un escenario envidiable, demasiado bueno para que fuera real. Era eso, un misterio y los misterios atraen con una fuerza que ni el más poderoso imán puede emular.

Dejó marchar al chófer y me invitó a pasar al comedor.

- Sara, la cocinera, se ha marchado hace horas. No soy buen cocinero pero espero que al menos se atreva a comer lo que prepare. Necesitaré una media hora, si gusta puede quedarse en el salón y leer algún libro o escuchar música.
- No, más música no, por favor- reí.
- Lo entiendo- dijo, acompañándome en la sonrisa.

Al misterio se unió el que cocinaba bien, el muy especial. Una ensalada templada seguida de una dorada a la sal sació mi apetito y mis gustos culinarios. Fue una velada muy agradable en donde charlamos de asuntos que en realidad no nos importaban a ninguno de los dos, de la ciudad, de la siempre increíble y aburrida política, de los problemas que los músicos tenían para encontrar trabajo, de la crisis que, evidentemente, a él no le afectaba.

- ¿Y toca usted el piano? He visto un buen Steinway en el salón.
- Lo hacía, y créame que no del todo mal, pero ya no, no tengo ánimos. La música precisa de un estado mental adecuado para abordarla.
- Debería usted tocar cada día. Le vendría bien.
- Quién sabe – por su tono, pensé que no deseaba continuar hablando del piano.

Tras cenar, pasamos al salón pero, esta vez, por primera vez, él se sentó junto a mí en el sillón grande. Se dirigió al estéreo y eligió el adagio del concierto en sol de Ravel.

- ¿Le gusta?
- Me encanta- contesté-, es una música tan lírica, de ensoñación.
- Estoy de acuerdo. Me alegra que estemos de acuerdo en nuestros gustos musicales. ¿Le apetece un brandy?
- Mentiría si dijera que no- repuse sin atreverme a aceptar en mi interior lo bien que me sentía y lo feliz que estaba de que la nieve hubiera bloqueado el mundo.

La conversación sobre lo que no nos interesaba no daba para más por mucho que ambos nos esforzáramos en continuarla, así que me armé de valor y pregunté directamente.

- ¿Me lo va a contar?
- ¿El qué?
- ¿Por qué la chacona? ¿Por qué gastar una fortuna en esta locura?

El calló y bajó la mirada. Pasaron unos minutos tensos, espesos, en los que yo no sabía si se marcharía o se abriría a mí.

- Es muy personal.
- Lo siento, no quiero entrometerme pero reconozca que cien chaconas dan derecho a preguntar - le sonreí con honestidad.
- Sí, supongo que sí… pero es difícil - balbuceó.
- Bueno, no se preocupe. Quizá otra vez.

Calló nuevamente, sorbió varias veces del brandy como si buscara en el alcohol el valor que no tenía y de pronto me dijo.

- ¿Nos tuteamos, Elvira?
- Sí, claro – la pregunta me cogió a contrapié, no la esperaba.
- Si he de contar esto, mejor que seamos Elvira y Germán. El señor Camps no puede abrirse a la señora Riasol, esa relación es estrictamente de negocios.
- Sea, Germán. ¿Por qué te obsesiona la chacona?
- ¿Conoces la obra?
- Sí, ya sabes que la estudié en Viena con mi querida profesora Hanstermier, pelma pero muy buena mujer, muy sensible.
- No, no me refiero a la partitura. Ya me has demostrado de sobra que te sobra talento y técnica para dominarla. Por cierto, antes que nada, quiero decirte que tocas el violín maravillosamente, de manera excepcional, con un alma que pocos intérpretes llegan nunca a alcanzar. Gracias por todo lo que me has hecho sentir durante estos meses, por este dolor….- se calló de pronto.
- ¿Dolor? – pregunté y observé que sus ojos se enrojecían.
- Espera, espera… a su tiempo. Te preguntaba si conocías la génesis de la Chacona.
- Pues no, creo que algo leí en su momento pero, la verdad, no le presté atención. Bastantes neuronas he de utilizar ya para digitalizar correctamente.
- Ravel ha terminado. Un momento….

Germán se levantó y programó el equipo de música con un cuarteto que inmediatamente reconocí como el decimosexto de Beethoven. Regresó a sentarse junto a mí y volvió a darse ánimos bebiendo un poco de licor.

- Imagina que estás en 1720. Bach es ya famoso y recorre los palacios de los príncipes para componerles o para interpretar al clave sus obras. Los diáconos se lo rifan para que honre los órganos de sus iglesias. Es asiduo de la corte y conoce bien a los poderosos. Hace tres años ha aceptado un duelo musical con el célebre organista y clavecinista Louis Marchand. Este, a escondidas, escucha tocar a Bach y huye sabiendo que es imposible ganarle, tan excelsa es la técnica de Juan Sebastián. Todo le va bien. Está felizmente casado y gana dinero. Sus hijos crecen sanos. Es julio, hace calor, y Bach es solicitado por el príncipe Leopold para que le acompañe en su viaje estival, componiendo e interpretando obras en cada recepción con otros aristócratas. Sin embargo, en medio de este cielo en que vive, la tragedia le espera al acecho. Cuando regresa de su viaje con Leopold, se entera que su amada esposa, María Bárbara, ha fallecido dos meses antes y ya ha sido enterrada. El choque es terrible. No sólo ha perdido a su amor. Además, no ha podido verla muerta, no ha podido darle un último beso, un último abrazo, la ha dejado sola en el más duro de los trances. Bach siente la locura del dolor pero a su genio no le bastan las lágrimas ni los gemidos ni los pésames. No, él es un músico y su corazón grita al cielo, clama con rabia y compone un homenaje a María Bárbara. Un tombeau, un lamento por la muerta amada disfrazada de partita, de chacona lúgubre. Todo lo que sabe Bach, los misterios de la armonía, las modulaciones más exquisitas, las corales que más le emocionan, todo su penar, todo lo que nadie podrá dominar, está en esa Chacona. Es un quejido interno, una rabia cósmica condensada en esos acordes y en esos compases que tú sabes leer tan apasionadamente. Incluso, sin que te des cuenta, estás llorando con el músico, con Bárbara. Una obra eterna que será difícil de ejecutar siempre porque no sólo es necesaria una técnica fuera de serie sino sentir el duelo en carne propia. Un pequeño instrumento, indefenso, solitario que, sin embargo, es más conmovedor que todos los coros celestiales.
- Sí, es algo que te hace sentir físicamente, no sólo en el cerebro, se siente en el estómago.
- Así es. Y que te hace temblar si recuerdas a alguien amado que se ha ido - Germán bajó la vista y calló.
- Pero, por bella que sea la música y por emocionante que sea su historia, no creo que esto te lleve a escucharla tantas veces, ¿no? ¿qué te aflige? – pregunté con la mayor delicadeza que pude. 

Fuera seguía nevando y la tormenta iba a más, como si quisiera acompañar el dolor de Bach.

-       ¿Por qué te atormenta, Germán? ¿Por qué?
- Me va a costar - me miró y se le quebró la voz por un momento.
- Inténtalo. Te sentirás mejor - y en un acto de osadía que ni yo misma comprendí, le tomé la mano entre las mías.
- Alicia, se llamaba Alicia.
- ¿Quién? - dije mirándole a los ojos.
- Mi esposa. Dios, no puedes imaginar cuánto la amaba, cuánto la amo. Era feliz a su lado. Ella tocaba también el piano y muchas tardes nos sentábamos juntos ante el teclado y jugábamos con el blues cantando y riendo; o dejábamos que una sonata de Beethoven nos envolviera más estrechamente que ningún vínculo humano. Jamás he amado tanto, jamás amaré tanto. Éramos felices, la vida nos sonreía en todo, en el amor, en la economía, en lo profesional. Y, de pronto, un dolor en la axila, un bultito en el pecho, un diagnóstico horrible, una agonía inmerecida y cruel. Mi tierna compañera, mi amada eterna se fue, se fue confiando en que un Dios que no existe la ayudara y se apiadara de ella.
- Lo siento- acerté a decir, mientras mis ojos se enrojecían a la vez que los suyos.
- No puedes imaginar el dolor y la rabia que sentí. Y, durante, dos años ese pesar venía cada día, como debe ser, porque no busco ni quiero consuelo. 
- Pero la vida sigue.
- No, no sigue. Es otra vida. Y yo sólo sentía esa agonía, sin recordarla realmente, sin sentirla, me apenaba más de yo mismo que de ella, mi dulce amiga, mi amada Alicia.  Me regodeaba en la pena, no era ya su recuerdo. Una noche, casi por casualidad, coloqué el CD de la Partita en el equipo de música y, de pronto, todo resurgió, se me abrieron las carnes, se me encogió el alma, me dolió el estómago, la vi junto  a mí, cuando todo era hermoso pero también cuando estaba en el hospital, todo volvió más cercano que nunca. Sentí un dolor espontáneo que me la trajo de nuevo, para recordarla, para honrarla, para sentirla cerca, para no perdonar ni al cielo ni al infierno ni a los dioses que son sordos. Para homenajear su recuerdo, su amor, su vida. La chacona me la acercaba, como Bárbara se acercaba a Bach.
- Quisiera poder ayudarte - no sabía qué decir.
- Lo demás ya puedes imaginártelo. Cuando me siento en el rincón, simplemente lloro y la recuerdo. Las memorias vuelven solas,  se escapan de su encierro en el cerebro y vuelvo a revivir todo, lo bueno y  lo malo. A veces sollozo de pena, otras de alegría. Comprenderás por qué no quiero que me veas. No es muy edificante ver a un hombre hecho y derecho, con éxito en los negocios, llorar como un imbécil por un recuerdo que ya se fue. Pero, créeme, eso me ayuda a ser yo, a saber dónde estoy y a dar gracias, cada día, de que una vez, ya hace mucho, la mujer más maravillosa del universo me amó, me eligió, me concedió el privilegio de ser el primero en su corazón, algo inverosímil, un milagro.

No dije nada. Me levanté y tomé el violín. Lloramos juntos mientras la chacona sonaba, yo sintiéndola como jamás en la vida lo había  imaginado, como Frau Hanstermier nunca pudo concebir, más allá del propio Bach. 

Por la mañana, Juanjo vino a recogerme porque ya habían abierto la autovía. No vi a Germán y me pregunté si debería volver. El chófer me dijo que sí, que me esperaba el viernes como de costumbre.


Ha pasado un mes y aunque hemos retomado la rutina anterior, en realidad todo ha cambiado. No sólo nos saludamos cada tarde. Ahora, cuando interpreto, no veo un rincón oscuro y vacío. Le veo a él aunque no le vea, sé qué está haciendo y sintiendo exactamente con cada frase, con cada cadencia, con cada armónico. Observo el piano en desuso pero sé la razón de por qué está olvidado. Hace ya varias sesiones que me he olvidado de las anotaciones de la partitura. Ahora interpreto desde el alma, viéndole, recordando aquella noche en que nevó tanto y juro que hasta Frau Hanstermier estaría absorta al ver la pasión, la emoción, que fluye desde las cuerdas.

Todo parece haber vuelto a su cauce. Eso cree él. No sabe que he empezado a ensayar, en mi casa, la sonata Primavera para violín y piano. Porque la primavera llega, porque el piano está esperando sus manos, porque yo quiero formar un dúo.







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