13/5/16

Los hombres río





El sendero que conduce al gran río se llena ese día de gentes que llegan desde todos los poblados de la región. Se trata de la jornada más importante del año en la cual el dios Mahinca, o el destino, o el miedo, o quién sabe qué, elige a los hombres-río. Muchos lo intentan, muchos alardean de que serán capaces de lograrlo, pero muy pocos lo consiguen.

Ya desde por la mañana comienzan los preparativos. Es preciso limpiar el gran arenal de una legua de largo que, durante los 365 días del año, se ha ido llenando de maderos, de piedras y residuos que arrastran las riadas. Son los más jóvenes los encargados de proceder a la limpieza y dedican a ello muchas horas bajo un sol implacable que derrocha brillo. Después, tras la comida, son las mujeres las que llegan con adornos y banderolas, linternas y manteles que van colocando entre los troncos de los murumurus y a lo largo de la bancada de arena. Para cuando el sol se ha tornado rojizo y quiere esconderse por detrás del oscurecido bosque, los cientos de visitantes, muchos familiares, otros desconocidos, algunos curiosos, están ya sentados, esperando que dé comienzo la ceremonia. El río fluye poderoso, rápido, enturbiado de lodo y hojas. Es la sangre que alimenta la selva, el referente de las aves y de las fieras que en él abrevan, la vida que nutre los árboles y las plantas, el maná que viene desde el mismo Mahinca para que la existencia sea. Los hombres de la región nunca lo han cruzado, tan ancho es, y las leyendas dicen que al otro lado existen fieras que devorarían a cualquier intrépido que lo cruzara. Podrían hacerlo los hombres-río pero estos nunca desean volver a tierra. Se dejan llevar hacia el este, hacia donde fluyen las aguas.

Cuando llega la noche, la orilla norte aparece engalanada con farolillos de luz resinosa y aromática y los presentes cantan por grupos siempre a boja cerrada, asemejándose a una letanía sinuosa y melancólica, en donde las voces graves predominan. Nadie sabe el porqué pero lo cierto es que, desde que hay memoria, esa noche siempre está estrellada y los luceros titilan con inusitada claridad. Al final del claro, una enorme ceiba se recorta sobre la oscuridad que llega. Será allá donde el chamán despedirá a los candidatos. Mientras esperan, cenan mojojoy y patarasca, plátanos calientes y arepas.

- Aún puedes desistir- le dice Anjua-má, una mujer de pelo lacio pero hermoso, ojos profundos, pequeña en estatura y grande en expresión.
- Estoy decidido, madre- contesta el muchacho, de estatura elevada, complexión fuerte y ojos tan profundos como los de ella.
- No quiero que lo hagas, Jairetuá. No te veré más- protesta la mujer y, aunque es evidente que el llanto desea acudir a sus ojos, se mantiene firme en su mirada y en sus gestos.
- Es por el bien de nuestra gente – afirma él, mientras se coloca su blusa de vivos colores que le mostrarán a todos como candidato.
- Ya perdí a tu padre- dice ella.
- No le perdimos, madre. Le recordamos cada día. Está con nosotros. Es él el que desde el lejano mar nos bendice con el aire, con el agua, con la lluvia y con los frutos. Es él el que hizo que Mahinca nos enviara cuanto necestamos.
- Eso lo trae el cielo, sería lo mismo si no enviáramos a los hombres a buscar esos dones – replica ella.
- ¡Calla!- protesta él – No blasfemes. Moriríamos sin los hombres-río.

Ella calla. Sabe que es inútil, que sólo unas pocas mujeres, hartas de perder a sus hijos, se opondrían al embrujo de aquella noche. Los cánticos se hacen más intensos, se acompasan al sonido de algunos tambores. Sobre todos los sonidos, el clamor de las aguas del río.

El chamán vocifera y, a su grito, todos callan. Una ligera brisa hace caracolear las llamas de los faroles creando sombras que parecen seres vivos, animales, insectos, fantasmas de muertos.

- Es el día, es la hora…- dice el brujo-, que se acerquen los candidatos.

Son seis. Todos jóvenes de buen ver, cinco varones y una hembra. Visten de manera similar, una camisola brillante y pintada de amarillo, azul celeste y carmín intenso; un corto pantalón blanco. Descalzos, sin nada más que una bolsa donde los demás habitantes han introducido pequeñas hojas de palma con grabados pintados con extracto de yurmamana o semillas de achiote. Son deseos y peticiones descritos en imágenes, como le gusta al dios.

Mientras el druida recita un monólogo aprendido de memoria cuando era niño, Jairetuá rememora lo que su padre le contó de chico, horas antes de que se adentrara en las aguas del río.

El mundo, la selva, las lianas, las ceibas y los frutos, los jaguares y los jabatos, los tamarinos y las nutrias, los guacamayos y las anacondas, la yuca y el manatí, todo lo que el ojo ve o el oído escucha, lo trae el río. Los antepasados ya conocían que el río proviene de las montañas, y que el agua que cae a las montañas para que cada día renazca el cauce, proviene del cielo. Y que el agua del cielo proviene de la morada de Mahinca, el gran dios que todo lo ofrece. El dios vive muy lejos, tan lejos que nadie ha logrado ir a él y regresar. Las leyendas dicen que duerme sobre un infinito lecho de agua, como si millones de ríos se unieran para darle placer. Y es por ello, por morar a tanta distancia, que no puede escuchar las peticiones de las gentes, sus ansias, los deseos. Es preciso ir cada año hasta la casa de Mahinca y pedirle directamente todo aquello que ha menester. Luego, él lo envía con el río. Ha sido así siempre y así siempre será. Son pocos los elegidos que se atreven a empresa de tan alto honor. Ninguno ha regresado al poblado desde que los ancianos recuerdan, ni los abuelos de los abuelos de los ancianos vieron a nadie volver, pero es seguro que han hablado con Mahinca porque el río siempre trae todo lo que han solicitado. Así pues, aquellos congéneres han arribado a la casa del dios y, probablemente, no han deseado retornar porque- es entendible, piensa Jairetuá- quién puede desear partir del palacio líquido del gran dios.

Hay un tumulto. Dos de los muchachos han dejado el macuto con las peticiones en el suelo y han retrocedido. Al ver las turbulentas aguas del río, cómo rompen contra las rocas, el estruendo que el flujo produce, han sucumbido al pavor. Se retiran, se ocultan tras los arbustos, serán tildados de cobardes por toda su vida. No son hombres-río, no ayudarán a su pueblo, no hablarán con Mahinca.
Jairetuá se levanta y toma los dos sacos que los cobardes han dejado. Él portará los tres, se siente fuerte, será como su padre. Mira a su madre que baja la cabeza para demostrarle que no comparte sus acciones, que la deja sola, como hizo antaño el padre, como tantos otros.

El chamán da la señal y los cuatro candidatos se dirigen al río. Atan las bolsas a su cintura y caminan lentamente adentrándose en las aguas. Cuando ya les cubre hasta media cintura, comienzan a nadar y, con esfuerzo por la fuerza de la corriente, llegan al centro del curso. Entonces, se tumban sobre el agua, estiran los brazos en cruz y abren sus piernas. Flotan, pero el agua que salta en su chocar contra las piedras y los troncos que arrastra la corriente, les cubre la cara de tanto en tanto, desaparecen para aparecer tras algunos segundos. Se dejan llevar, el río les arrastra pero no se hunden que, por algo, son hombres-río. Pronto, el poblado ha quedado tan atrás que ni sus tambores se escuchan. 

Jairetuá siente el peso de los macutos que cuelgan bajo su cuerpo y que, al empaparse, parece que se han henchido como una serpiente recién alimentada. Fluye con la corriente, no hay diferencia entre él y las aguas, entre su cuerpo y el río, entre su pensamiento y el del creador. Él es el río, el río es él ¿Cómo será la morada de Mahinca?, piensa. ¿Cuánto tardará en llegar? Sobre él las estrellas dibujan arabescos y parecen adornar su camino hacia el dios que le espera. Ya hace mucho que no escucha a sus compañeros. Alguno de ellos gritó levemente hace un par de horas. Siente que la boca se le llena de agua, debe mover los brazos, los deseos de sus compatriotas pesan demasiado. Le duele el cuerpo porque, a ratos, golpea rocas o ramas que viajan a su par. Piensa en su padre, escucha un enorme tronar más adelante y reconoce a qué se debe el tumulto, sólo que es mucho más enorme que el que él ha escuchado en la cascada del cerro. Cierra sus ojos. Seguramente, está llegando a la casa de Mahinca. Estira los brazos. 




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