24/1/15

Cuando el mundo nos recuerda lo que tenemos






Estabas hermosa – siempre lo estás-, elegante –siempre lo estás-, inteligente en tu charla – siempre lo eres-, dulce en tu mirar- siempre lo siento así-, con esos ojos de después de las nueve que me arroban el alma.
Se nos pasaron las horas sin que nos diéramos cuenta. Me gustan las noches gélidas en las que nos refugiamos a cenar juntos, me encanta tomar tus manos y calentarlas entre las mías. Te sienta bien el frío, la bufanda con que te proteges, los guantes que enmarcan tus manos, el cuello levantado, tu carita fría y sonriente, las volutas congeladas del cigarrillo que enciendes.
Lo nuestro es abrir y cerrar restaurantes conversando, compartiendo, riendo, soñando, también poniéndonos serios a veces, incluso triste yo cuando no sé cómo volverte loca por mí. Cenar contigo es reconfortarse con la vida, reiniciar el contador de la ilusión, inundarse de razones para amarte. Cómo me gustaría ser un mago de esos de los cuentos antiguos, un druida capaz de buscar plantas fantásticas para crear un elixir que te hiciera sentir por mí lo mismo que yo siento por ti. Igual basta con que me arranque un trocito de corazón y lo disuelva en una copa de vino compartida, quién sabe.
Cuando cenamos juntos, las camareras nos miran afables y no se atreven a importunarnos.  Sería una impertinencia romper el hechizo de nuestras cenas porque se nota que creamos un universo íntimo de confidencias, de ternuras y afectos. Nos gustan esas veladas largas, con las mesas separadas lo suficiente para poder hablar con tranquilidad, agarrarnos las manos de tanto en cuanto para, en un instante, decirnos todo eso que tantas frases no consiguen transmitir. Me gusta mirarte lento, aprendiendo una vez más cada arco de tu silueta, descubriéndote tan fresca y radiante como el primer día hace ya tantos años.   
Me preguntaste el otro día si creía que había fuerzas desconocidas en el universo. Basta pasar una velada contigo para saber que sí existen. Al menos hay una, la que hace que el mundo, las cosas inanimadas, el firmamento moteado de luceros, el brillo de las farolas, las arias de Don Giovanni, la voz rota de Bob Dylan, la ensalada de tomate y las cigalas, el cigarrillo que te fumas mientras te tomo por la cintura, las aceras cubiertas de rocío, cobren vida y sean cómplices de tu embrujo.  El mundo se llena de alma, de vida propia y  de conjuros cuando cenamos juntos, cuando pruebo despacio tus labios de almíbar.
No digas que esa energía nueva, y todavía no descubierta, no existe. La sentimos juntos, la vivimos juntos la otra noche, cuando, casi la una de la mañana, de pronto la lluvia de la tarde se transformó en una bóveda en la que Orión brillaba acostado sobre los tejados, en la que la luna refulgía recién nacida, en la que hasta el aire estaba perfumado como si las aceras se hubieran mudado en parterres de lavanda y azucenas, en la que, mientras caminábamos de regreso, te acurrucaste junto a mí al tiempo que te colgabas de mi brazo – ¡Dios, cómo me gusta cuando haces eso!
¿Cómo no va a existir esa fuerza poderosa y fascinante que hizo que cada escaparate, uno tras otro, sin excepción, nos devolviera la imagen de lo que somos? Al vernos reflejados, te dije:
-          ¿No somos una pareja perfecta?
-          Sí, lo somos – contestaste, y yo me sentí el hombre más feliz del cosmos.
Es bueno que las desconocidas fuerzas del mundo nos recuerden lo que hemos creado juntos, lo que somos, lo que tenemos.
 
 
 
 
 
 
 

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