26/7/11

Días de lucha y sueños


Debe ser casi finales de 1935. Demasiado cautiverio. Menos mal que soy joven y fuerte para soportarlo. Otros muchos compañeros no han llegado hasta aquí. Los que seguimos vivos, al que más, al que menos, le duele algo o arrastramos una tos que no anuncia nada bueno. Desde el motín, las condiciones son un poco mejores. Al menos, el potaje diario es más espeso y los castigos no son tan frecuentes porque, antes, bien pareciera que los carceleros no eran hombres como nosotros, sino bárbaros insensibles.

Y, al fin y al cabo, ¿qué hemos hecho sino defender al pueblo?

Mi desgracia, o mi honra según se mire, comenzó allá por mayo del año pasado. El país era un hervidero de actividad política. La República bullía entre bandos que parecían irreconciliables. Eran tiempos complicados, enturbiados por una crisis económica que hacía escasear el trabajo y aumentar las penurias. El gobierno había cambiado dos veces en lo que iba de año y muchos acariciaban ya su caída para el verano. Al otro lado de la frontera, Europa se armaba y marchaba con ciego júbilo hacia la dictadura. Yo leía todo lo que caía en mis manos. Periódicos, libros que me dejaban los compañeros del sindicato minero y todos los boletines que el partido imprimía. A mis veinticuatro años, estaba lleno de ilusión pero no estaba dispuesto a contentarme con soñar. Quería alcanzar las quimeras que anhelaba. Era el momento de conseguir la libertad, la misma que había sentido un año antes cuando mi primo Ramiro nos invitó a mí y a mis hermanos a su boda con una chica de Gijón. Fue la primera vez que navegué por el mar sin divisar la costa. Mi primo, unos diez años mayor que yo, nos llevó -la tarde anterior al enlace - a navegar en el pequeño vaporcito en el que faenaba. No aguantaba la mina, así que había marchado a la ciudad hacia finales del 29 y, con mucha suerte, había logrado que le admitieran- aún su nula experiencia marinera-, como peón de carga de la pesca. Con el tiempo, había congeniado con la hija del patrón y unos meses después se decidió a pedirle matrimonio. Su futuro suegro le había permitido agasajar a los amigos y parientes con un paseo por el mar. Me sentí bien, rodeado sólo del océano. Ninguna frontera, ningún cacique dando órdenes, ninguna regla injusta. Sólo el mar. Cuando regresé a Mieres, el olor del viento en el mar, el recuerdo del aire siempre fresco y el sentimiento de libertad que allá disfruté me venían constantemente a la mente.

Nuestras condiciones en la mina eran cada vez peores y el gobierno de derechas que había ganado las elecciones no hacía sino deteriorarlas. Se vivía un ambiente entre eufórico y alocado. Los compañeros del Sindicato nos decían que la revolución estaba a punto de conseguir la victoria. Que las asambleas de Madrid, de Cataluña, los cántabros y los extremeños apoyarían la lucha conjunta. En lo que iba de año llevábamos ya tres huelgas generales y más de siete algaradas en el pozo. Y hasta que nos enviaron a los moros, aún haríamos otras tres más. Todas fueron un éxito. Mauricio, mi compañero de galería, me decía siempre que el estado socialista estaba al llegar. Y con él, me prometía toda clase de bienes. Por fin, un horario de ocho horas, un día de descanso semanal asegurado, un salario digno que pudiéramos gastar allá donde quisiéramos y no, en buena parte, en los economatos del dueño, una escuela cercana para nuestros hijos, asistencia médica para nuestros padres, mejores bombas de achique para la mina, comida caliente cada día, refuerzos en las galerías fabricados con buenos materiales y mejores vías de escape cuando amenaza el grisú. Yo le decía siempre que no se hiciera ilusiones. Que los capitalistas trabucaires no se iban a dejar quitar el dinero tan fácilmente y que se aliarían con el diablo si era preciso. Que siempre están oyendo misa y clamando a Dios pero, cuando de poner en práctica lo de amar al prójimo y repartir la tostada se trata, nada de nada.

Para septiembre los del SOMA ya estaban preparando el levantamiento contra la derecha. No había más remedio. Con huelgas no ganábamos nada y más bien parecía que los ricos se beneficiaban de ello porque, a fuerza de no cobrar la jornada, cada vez estábamos más desesperados. A mediados de mes se me acercaron dos de la junta. Sabían que simpatizaba con ellos, al igual que lo hacían mi padre- siempre del partido comunista- o mis hermanos. Me pidieron que desviara parte de la dinamita que usábamos abajo en el pozo y la escondiera en casa por si fuera necesaria en la lucha. No me lo pensé dos veces, la verdad. El sacar el explosivo era cosa sencilla. Todos lo hacían, aunque en cantidades pequeñas. Su venta servía para completar el jornal. Aquella misma tarde pude sacar diez kilos y para final de mes había amontonado, en un cobertizo de la casa de mis padres, una media tonelada. Mi pobre madre nunca lo supo porque, si no, del miedo a que todo estallara por los aires se me muere.

Fue en aquellos días cuando conocí a Adela. Había ido yo a una reunión del sindicato. La vi enseguida, sentada en segunda fila, charlando con otra chica que luego supe que se llamaba Eugenia. Las dos eran de Mieres. Adela llevaba su pelo moreno recogido por un pañuelo que enmarcaba su carita. Preciosa. Me gustó desde el primer instante. Aquel día ni me acerqué pero estuve mirándola todo el rato. Tanto que ahora mismo no podría decir de qué habló el compañero que estaba en la tribuna. Cuando acabó la noche yo creía conocer de memoria cada curva de su rostro, cada mechón de su cabello y cada gesto que ella hacía. Quedé muy prendado de aquella sonrisa que, aliada de unos ojos grandes, de color canela, podía hacer que cualquier hombre se dejase abrir en canal sin rechistar por defenderlos. Aplaudió como la que más al acabar el acto y gritó las consignas con entusiasmo.

Realmente empecé a hablar con ella, y ella comenzó a fijarse en mí, cuando nos encontramos en la barricada de la calle Alfonsina. ¡La de cartuchos de explosivo que lanzamos a los guardias! Ella los prendía y yo los lanzaba apurando al máximo la mecha para que les estallara al caer sin que pudieran devolvérnoslos. Porque, a pericia con la dinamita, nadie iba a ganar a los mineros. Entonces, ningún reparo mental hacia la lucha tenía yo. El enfrentamiento me parecía justo y necesario.

El día 5 de octubre, se declaró la huelga. Y, con ella, la revolución. Ya por la mañana nos llegaron noticias de que en Madrid las tropas habían arrasado a nuestros compañeros con el fuego de sus armas. En Asturias, no. A nosotros no nos iban a ganar. Haríamos una nueva reconquista, esta vez del pueblo contra la opresión. Pronto, dimos vivas a la República Socialista Asturiana y no pasaron muchas horas antes de que las armas de la fábrica de Trubia fueran nuestras. Aquella tarde yo corrí hasta casa y con la ayuda de mi hermano Patricio sacamos la dinamita y, en varios viajes, la transportamos hasta el cuartel del pueblo que ya había sido tomado por los huelguistas. Los pocos guardias de la comarca habían escapado en un camión hacia Oviedo un par de horas antes. Aquella misma noche proclamamos un estado socialista. Lo cierto es que, durante esos días de lucha y sueños, poco necesitábamos aparte de municiones y explosivos. Parecía que nos alimentábamos de la esperanza en el mundo nuevo que estábamos creando.

Dos noches después ya tenía plena confianza con Adela. El torrente de hechos y experiencias nos había arrastrado juntos a los dos. Ella trabajaba y sudaba como el que más. Sabíamos que el Gobierno había decidido acabar con nuestro sueño- insurrección lo llamaban- y que muchas tropas se estaban acercando. No teníamos mucho tiempo que perder. Había que montar barricadas, tender trampas, distribuir los explosivos y enseñar a otros compañeros cómo usarlos. El día 8, me acuerdo muy bien, la besé. Se me había caído una caja de dinamita y mi primera reacción fue de susto pensando que aquello podría haber explotado. Ella se rió y me preguntó, entre chanzas, si ese era todo el valor de hombre que tenía. Me acerqué y nuestros ojos se entrelazaron. Quizá fue un segundo pero fue de esos segundos que duran una vida y que, una vez que han transcurrido, han dicho todo lo que se puede decir entre un hombre y una mujer. La besé y ella mantuvo el beso. Por la noche hicimos el amor y ya no nos separamos en la barricada hasta que los africanos me apresaron y me trajeron a Navarra. Pero no adelantaré acontecimientos. Eso ocurrió unos diez días después.

Al principio, les aguantamos. Las noticias que nos traían nos daban ánimo. Los catalanes se habían rebelado y algunos hablaban de columnas de voluntarios que caminaban desde Santander para socorrernos. Pero la realidad era que estábamos solos y que muchos de los compañeros, que tenían hijos que cuidar, fueron escapando. El Gobierno había mandado contra nosotros a lo más aguerrido de sus soldados. Los moros y los legionarios de las colonias en África. Y no se anduvieron con miramientos. El primer día intentaron el asalto a la bayoneta pero cuando vieron que no iba a ser fácil desalojarnos, emplazaron baterías de cañones frente a nuestras líneas y nos aplastaron a bombazos. Paquillo, Juan, Andrés, Mariona, Aurora, Julián, Carlos y el vasco José María murieron a mi lado aquellos días. Todos bien reventados por la metralla. No sé si nosotros matamos a alguno pero ellos acabaron con muchos de nosotros. Pedí y supliqué a Adela que se marchara, que no se quedara conmigo. Sabía que eso era pedir un imposible porque era una mujer fuerte, con la conciencia de que estaba luchando por lo que creía, y muy valerosa.

Cada noche, cuando parecía que los batallones de regulares se retiraban y una calma tensa nos envolvía, nos las apañábamos para escondernos a retaguardia, entre las casonas que los obuses habían medio derruido. Pasábamos largo rato mirándonos. Sólo eso. Como si necesitásemos acumular imágenes del otro. Allí supe, a través de sus susurros, de su familia y de su niñez; de un tío suyo que estaba de teniente en África, enfadado con el resto de los parientes, y que decía que España iba a acabar muy mal; de cómo Adela soñaba con viajar por el mundo y de su afición a la música. Nunca hubiera sospechado que aquella mujer de carácter, capaz de sostener el fuego de un mosquete frente a un guardia de asalto, tuviera aquella voz y aquel gusto para cantar. La primera vez que cantó para mí – bajito, para que no se la oyera en las barricadas- debí poner tal cara de alelado que estuvo riéndose de mí hasta el amanecer. A mis ojos era una diosa, un ser excepcional y me sentía el hombre más feliz del mundo. Con ella, era invencible. Todos nuestros sueños estaban al alcance de nuestra mano si permanecíamos juntos. Yo le contaba de lo que había leído, de lo que se escuchaba en las galerías, de los rumores que anunciaban el éxito de la revolución. Y le contaba de la libertad del mar, de aquel día en que me vi rodeado sólo por el océano. Le prometí que compraría una barca y la llevaría hasta donde desaparece la tierra y sólo queda la recta línea del horizonte, allí donde un gran sol rojo va cayendo poquito a poco al atardecer. Luego, tendríamos la noche, el rumor de las olas, las estrellas, la brisa azotándonos en la cara, las manos unidas, los labios juntos. Ella decía que estaba loco. Que yo no era marino. Que mi puesto en la lucha estaba allá, o abajo en la mina. Que el mar era inhóspito y lejano; que me quedara en la tierra que debía pertenecernos. Siempre acabábamos haciendo el amor y quedábamos dormidos hasta que, antes del amanecer, los soldados reiniciaban el bombardeo de mortero y corríamos, vistiéndonos a toda prisa, al parapeto. Estaba orgulloso de aquella mujer. Tenía ella sola más coraje que cien de los soldados que nos atacaban.

Pero estos eran muchos y estaban bien organizados. Poco a poco, nos fueron comiendo terreno. A descubierta era imposible mantener la posición porque mandaban aeroplanos que nos ametrallaban desde el aire. Nuestros mosquetes eran inútiles contra ellos. Volaban a demasiada altura y demasiado rápido.

Primero, tuvimos que retirarnos de la plaza y pronto de las calles que confluían en ella. Pensábamos que mientras tuviésemos paredes en las que resguardarnos, podríamos aguantar. Que mientras quedaran hombres y cartuchos podríamos sostener la batalla. Mas las municiones empezaban a escasear y el valor flaqueaba. Lo peor era no poder enterrar a los amigos. No había tiempo.

El día 12 nos rendimos. La conciencia revolucionaria no dura mucho cuando enfrente tienes un ejército. Quedábamos apenas una veintena de resistentes en el barrio y las municiones se habían acabado. Ella estaba junto a mí cuando uno de los compañeros izó una camisa blanca atada a una estaca. Nos miramos sin decirnos palabra, sabiendo lo que iba a ocurrir. Quise abrazarla, sentirla antes de que nos obligaran a levantar las manos en alto. No pude hacerlo. Todo ocurrió muy rápido. Apenas izamos la bandera, un pelotón de soldados nos rodeó y comenzaron a vociferar mientras nos apuntaban con sus fusiles. Hubiera sido una locura moverse entonces, intentar tocarla, besarla. Pensamos que nos matarían allá mismo. Y ojala lo hubieran hecho.

No he sabido de Adela desde entonces. La separaron de mí y se la llevaron. Cuando la vi por última vez estaba hermosa. Su cara ennegrecida de tizones, pegajosa por el sudor y el polvo de tantos días de batalla. Y, sin embargo, era la más bella de todo el universo. Me miraba con serenidad. No les dio a los soldados el placer de verla llorar o gimotear. Les mantuvo la mirada y se afanó en desafiarles con sus ojos grandes.

A mí me llevaron al cuartel de Oviedo. En el camión, los moros nos dieron bien de patadas. Atados como estábamos sólo podíamos apretarnos los unos contra los otros intentando que los golpes fuesen a parar al de al lado. Es curioso como el compañerismo desaparece cuando el dolor aprieta y cómo nos volvemos inmisericordes y ajenos a lo que les ocurra a los que están a tu lado.

Tres días después, sin casi haber comido y con toda la suciedad que el hacinamiento de la cárcel produce, me interrogaron. Querían saber quiénes dirigían el sindicato, quiénes habían robado la dinamita, quiénes hacían propaganda, querían saberlo todo. Por algún milagro, cuando ya no podía soportar mucho más los golpes – y es que la valentía se acaba pronto- un teniente decidió que yo no era importante y que no sabía nada. Que estaba listo para pasar por el tribunal. Debí parecerle tan miserable y pobre diablo que ni imaginó que yo era uno de los que había acumulado explosivos.

Tribunal le llamaban. En dos minutos me habían condenado a doce años de prisión. Como no había ya sitio en Asturias - algunos hablan de que hasta diez mil de los nuestros están repartidos por las cárceles del país- me dijeron que me llevarían a una fortaleza en Navarra. El viaje duró dos días. Atados de pies y manos, las cuerdas se me clavaron en la carne de un modo que incluso hoy, tantos meses después, aún tengo cicatrices que me duelen.

Cuando, llegamos al fuerte de San Cristóbal pensé que sería mejor morir en aquel momento. Yo, entonces, no vi castillo alguno. Era como una loma de tierra rodeada por un foso maloliente. Más parecía una tumba grande en la que nuestros captores habían decidido enterrarnos vivos que una prisión. Al acercarnos, observé que en realidad era una fortificación cuyos muros estaban cubiertos con metros de tierra, no sé si para protegerlos u ocultarlos. A palos nos empujaron hacia la puerta. Al traspasar la verja se nos hizo de pronto visible la edificación de varios pisos pero excavada hacia abajo, desde la cima de la montaña hacia su interior. Un agujero sombrío y enorme. Todas las ventanas estaban enrejadas y por ellas asomaban, con caras desconsoladas, muchos otros compañeros que habían sido trasladados allá antes que yo. Muchos asturianos, de mi tierra.

No tuvimos tanta suerte como los que ya estaban tras las rejas de los pisos superiores. Estos veían la luz. A nosotros nos mandaron directamente a los calabozos del sótano. No había camastros. Arriba, muy arriba, una pequeña ventana. Cuando entramos en la celda, había ya unos diez compañeros en ella. Estaban pálidos, enfermos por la falta de luz y de esperanza. Sus ropas, las mismas que llevaban cuando les capturaron. Su cabello, invadido por los piojos. En un lado, un cubo que hacía las funciones de retrete. Cada uno de nosotros sólo éramos un número. Yo pasé a ser A103 y así me conocen muchos de los compañeros. Nuestros días de lucha y sueños estaban presos. Aquella primera noche me forcé a pensar en ella, mi compañera del alma, en su sonrisa, en su ardiente forma de amar, en su valentía, en que le había prometido llevarla a navegar algún día y en que debía ser fuerte para cumplir mi promesa.

Los primeros días fueron asfixiantes. Nos dejaban salir al foso una hora cada día. El resto, enterrados en el calabozo del sótano. Sólo pensaba en morir y si no intenté acabar con mi vida fue porque recordaba a Adela, en lo que podrían hacerle los soldados y en la expresión de resistencia y fuerza con que me miraba mientras se alejaba su camión. Aquel invierno fue especialmente frío. Las nieves cubrieron de blanco la fortaleza y el camino, que serpenteaba interminablemente por la ladera, se heló en varias ocasiones, impidiendo que llegaran víveres.

La comida consistía en un plato de sopa clara para desayunar y un potaje de alubias, para almorzar. Para cenar, un poco de pan. Disciplina, abusiva, sádica. Cualquier cosa era castigada con una tanda de palos. Mi padre, al que dejaban visitarme diez minutos cada dos meses, me traía ropa limpia y me animaba. Me contaba que las familias de varios cientos de presos se habían unido para pedir la mejora de nuestras condiciones. Incluso, un grupo se había reunido con un ministro aunque sólo habían logrado volver con buenas palabras. Los compañeros de los sindicatos habían protestado ya varias veces en las calles. En Pamplona y en Gijón, sobre todo. Estas noticias me animaban. Al menos, me decía a mí mismo, no estamos abandonados y la lucha sigue. En todos aquellos meses nunca supe nada de Adela. Acosé a mi padre para que buscara noticias. Por su madre, hacia julio, llegamos a saber que estaba viva en algún presidio de Salamanca. El saberla con vida fue la noticia más maravillosa que pudieran haberme dado. De pronto, recobré gran parte del entusiasmo por la lucha y mis ganas de salir de todo aquello. Recuperé mi orgullo que, a fuerza de hambre y castigos, había menguado hasta casi desaparecer. De mendigar arrastrándome por un poco más de pan pasé a aguantar el hambre sin quejarme; de aceptar las arbitrariedades de los carceleros a rebelarme, si bien en silencio. El calor del verano ayudó también a que recobrara un poco la salud. Dejé de toser e incluso llegué a urdir una fuga totalmente imposible y excéntrica. Recordaba, cada día, el mar. En ello se me iba el tiempo y el hecho de fantasear con estar algún día junto a Adela, ambos libres, navegando, me ayudaba a sobrevivir.

No todo fue bien durante el estío. El agua escaseaba. Muchos días, las barricas que nos traían desde Pamplona no llegaban y teníamos que conformarnos con medio vaso por hombre y día del agua que se tomaba de los aljibes. Tan sucios estaban los depósitos que se declaró una epidemia de tifus la cual, afortunadamente, no me afectó. Las condiciones de los enfermos, sin ayuda médica, abandonados en los patios, se conocieron – me contó mi padre- por todo el país a partir de lo que contaban nuestros familiares boca a boca. Algunos periódicos comenzaron a publicar tímidamente lo que estaba sucediendo y las asociaciones obreras llamaron a movilizarse en nuestro socorro. Incluso, algunos curas – quién lo iba a decir- clamaron para que se mejoraran las condiciones de nuestro cautiverio. Lo curioso es que todos parecían estar de acuerdo en que se necesitaba una rápida solución, incluso el gobierno, pero en la práctica nadie movió ni un solo dedo. Yo seguía sacando fuerzas de mis sueños y de mis recuerdos; de las visitas de mi querido padre y de las noticias halagüeñas sobre el estado de salud de Adela.

Llegó septiembre y, entonces, murió un compañero. Un santanderino. Manuel Cerro se llamaba. No le había conocido. Los demás reclusos hicimos un amago de revuelta pero el miedo impidió que fuera más allá de protestar en voz alta e increpar a algunos de los guardianes. Lo milagroso, de hecho, era que sólo Manuel hubiera muerto ya que muchos estaban realmente enfermos, la comida seguía siendo escasa y el trato vejatorio. Unos días después murió otro compañero. Asturiano, como yo. Luis se llamaba. Apenas veintitrés años. Afiliado a la CNT. Yo le conocía. Hablábamos de tanto en cuanto y recuerdo que me contó de su vida y de sus anhelos. Era pintor y estaba muy enamorado de su esposa con la que se había casado poco antes de que comenzáramos la lucha en las barricadas de octubre. Lo trajeron al fuerte más tarde que a mí pero su cuerpo se deterioró más rápidamente. El pobre llegó justo en lo peor del invierno, cuando la carretera ya se había helado, y tuvo que subir a pie, medio amordazado, todos esos kilómetros con sólo unas alpargatas ligeras. No recobró la salud en los meses que siguieron. La noticia de su muerte, de aquella nueva muerte, se corrió por el fuerte en tan sólo minutos. Tomamos nuestros platos y empezamos a golpear las paredes y las verjas con rabia y con fuerza. Los guardias nos golpearon e incluso dispararon al aire. Pero el miedo a morir de hambre y tifus era ya mayor que el miedo a morir apaleado. Durante algún tiempo mantuvimos el motín, arrancando piedras de las paredes y parapetándonos detrás de cubos, escombros y cualquier cosa que pudimos encontrar. Fue un espejismo porque a las pocas horas llegaron tropas de refuerzo de Pamplona y amenazaron con disparar a bocajarro. Incluso trajeron ametralladoras. Nuevamente, el miedo nos derrumbó.

Aqellas muertes no cayeron en el olvido. La noticia del fallecimiento, asesinato más bien, de Manuel y Luis se propagó por todo el país. En Pamplona, el Sindicato logró que la ciudad se paralizara en una huelga general de protesta. Casi todos los pueblos que tenían algún hijo en el fuerte promulgaron bandos apoyándonos y pidiendo el cierre del penal. No hace mucho, una comisión de mujeres, familiares nuestros, ha ido a Madrid y, apoyados por las organizaciones de izquierdas, ha visitado todos los periódicos y se han entrevistado con el Presidente del Consejo de Ministros. Según mi padre, que pudo venir la pasada semana, hay un clamor en toda España para que nos trasladen. Confío en que todo esto no sea una vana esperanza. Necesito salir de aquí. Necesito ver a Adela, abrazarla y que me sonría.

El invierno llega nuevamente. El agua vuelve a filtrarse por las paredes y alguna noche ya he dormido sobre un suelo húmedo que te penetra hasta el tuétano. Retornarán las pesadillas y las ratas. Padre me ha dicho que me traerá más ropa y algo de comida porque, con todas estas protestas, los carceleros han relajado algo las reglas y aceptan que nuestros amigos o personas más queridas nos ayuden en lo posible. Cada mañana hago una marca en la pared de la celda. No sé si cuento los días que llevo aquí o los que me quedan para volver a verla.

¿Qué será de Adela? Sufro pensando que puede estar pasando por penalidades como estas. Confío en que no sea así. Muchas noches sueño que salimos en barca, al atardecer. Hay gaviotas y zarapitos volando cerca. Olas tranquilas mecen el bote. El faro del puerto brilla ya. Ella me habla del sindicato y de la lucha pero no la escucho. Yo sólo disfruto de su sonrisa y creo sentir la libertad de la brisa, hasta que la corneta me despierta.

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Con el triunfo de las izquierdas en las elecciones de Febrero del 1936, los presos políticos salieron del fuerte de San Cristóbal. Sólo pasarían unos meses hasta que, comenzada la guerra civil, volviera a llenarse.