19/2/11

Reflejos en las cristaleras




Fuimos perezosos al despertarnos – es siempre difícil separarse del abrazo de tu cuerpo desnudo- y desayunamos pausadamente. Era sábado por la mañana. Un día de invierno, soleado pero muy frío. Estabas hermosa, con tu bufanda y tu abrigo negro. Salimos a pasear, a callejear por la ciudad. Me encanta dejarme guiar por ti cuando caminamos explorando avenidas, apresurando el paso al cruzar las calles frente al tranvía, deteniéndonos en cada escaparate. A ratos me tomas del brazo, a ratos metes tu mano fría en mi bolsillo para calentarte al contacto de mi piel. Otras, dejas que te tome del hombro o me agarras de la cintura. Me siento bien cuando lo haces, cuando me proteges con tu presencia, con tu cuerpo cercano al mío, con el sonido de tus palabras en esa charla que, en ti, siempre es amena e inteligente. No conocíamos la ciudad ni falta que nos hacía. Descubrimos las calles y cuando nos perdíamos lo agradecíamos porque era la excusa perfecta para estar más rato juntos. Es irónico pensar cómo no hacemos nada especial y, sin embargo, los paseos contigo parecen tan especiales como si hubiesen sido planificados por el destino para unirnos siempre más. Nos gustó el mercado de delicatesen, tan coqueto, tan elegante, tan singularmente distinguido, con sus estantes de buenos vinos ordenados por viñedos y países, con su glotona pastelería llena de tartas y confites. Un músico callejero tocaba el violín en una esquina. Las palomas perseguían miguitas de pan en la plaza. El aroma a bollos y chocolate se escapaba de las cafeterías. ¿Te diste cuenta que la ciudad nos miraba con envidia de vernos juntos? Cuando nos vimos reflejados en la cristalera - cómplice de nuestro afecto- nos sorprendimos de vernos tan felices.


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