5/2/11

El sauce de la tranquilidad


Aunque ella no podía verlo, sintió que el anochecer había ya cubierto las callejas del barrio. Lo notaba en el aire más limpio del Pekín nocturno, en el sonido que la brisa fresca de finales de octubre producía al barrer las hojas que cubrían la acera, en el aroma a fritura que llegaba desde el patio y en el bullicio que se escuchaba a través del ventanal. La algarabía del anochecer le traía aún – a pesar de los años transcurridos- los recuerdos de cuando era niña. Cada tarde le acosaba la nostalgia de un pasado idealizado que se le aparecía con más fuerza desde que el viejo solicitaba sus servicios. Apretó la pera de goma y dos nubecillas de colonia revolotearon en su cuello. No pudo verlas pero sintió cómo cada gotita acariciaba su piel, como un suave rocío matutino. Sabía que estaba sentada frente a un gran espejo pero no pudo ver que lucía realmente hermosa. Escuchó a la dueña gritar, escaleras abajo, y se apresuró. Los clientes no tardarían en llegar y ella debía estar preparada.

El Sauce de la tranquilidad era un local pequeño, de dos pisos, con un cartelón bilingüe en su entrada en el que se anunciaban, para nativos y extranjeros, los más relajantes masajes. “Massages by Blind Masseurs” decía en enormes letras rojas y amarillas. Aunque la sesiones siempre se iniciaban con auténticos masajes terapéuticos – espalda y pies eran los más solicitados- no era extraño que se terminaran con un servicio extra que la muchacha debía prestar sin pedir explicaciones. Se trataba de un establecimiento legal pero, aún así, los que podían pagarlo no deseaban ser reconocidos. El dinero se disfruta mejor con el anonimato y el vicio es más excitante si está envuelto en la sensación de dominio que da el no ser conocido. Quizá por eso, habían proliferado por la ciudad los salones en los que las masajistas eran ciegas. Los hombres que acudían a ellos podían disfrutar de las delicias de unas manos dulces o requerir el placer de los sentidos sin temor a que la joven pudiera reconocerlos. Así, no había amantes desdeñadas que pudieran reclamar o vengarse ante las esposas oficiales. Ellos seguirían siendo honorables, amparados en la negrura de los ojos de las muchachas. Se decía que algunas de las chicas habían sido cegadas brutalmente para poder venderlas, casi como esclavas, a negocios de este tipo. Pero bien podían ser rumores infundados. Zhong Jingfei, en todo caso, era ciega de nacimiento y vivía en la habitación número tres. La planta inferior, repleta de anaqueles con búcaros de flores, hacía de recibidor y oficina mientras que en la de arriba se encontraban los cuartos de las mujeres, torpemente adornados con velos de seda azul y ribetes dorados. Cada uno de ellos era alojamiento y lugar de trabajo a la vez. La cama servía tanto para dormir como para dar masajes; el lavabo y el retrete eran compartidos con los clientes que le caían en suerte.

Recordaba todavía algunos retazos de cuando era niña, en su pequeño pueblo de la provincia campesina de Gansu, muy lejos del oropel de las grandes urbes. No debió ser sencillo para sus padres. En un país en que sólo se permite procrear un hijo, dar a luz a una hembra ciega se asemeja mucho a un castigo del destino. Eran pobres y sus memorias giraban alrededor de olores a sopa de cebolla, en torno a unas manzanas agrias típicas de la zona que aún echaba en falta, a inviernos fríos con frugales cenas junto a unas brasas chispeantes, a recuerdos de hambre y sed, a unos pocos años de escuela y a las carantoñas que su madre le hacía antes de acostarse. Le decía que era una niña muy bella y ella, a pesar de que nunca pudo verse, acabó creyéndola. Su padre, mucho mayor que su madre -o al menos así lo recordaba- siempre fue distante y frío. Algunas noches, cuando llegaba malhumorado, Zhong Jingfei percibía un olor distinto, un efluvio que acabó vinculándolo a golpes y gritos. Mucho más tarde supo que era el aroma del aguardiente. Había tenido también que soportarlo a menudo en el trabajo.

A pesar de las penurias, fue una chiquilla feliz. No podía orientarse con la destreza de los demás niños pero había adquirido, con el tiempo, una habilidad notable para desenvolverse en la oscuridad de su vida, tanto así que participaba en los juegos como la que más y nunca fue dejada de lado por ello.

El mundo dio un vuelco cuando cumplió los doce años. Primero, creyó morir cuando una noche se despertó envuelta en sangre que fluía desde sus entrañas. Oyó a su padre que refunfuñaba un “ya puede parir. Tendrá que ganarse el sustento porque nosotros no podemos dárselo más” y a su madre que la tranquilizaba con historias de maridos tiernos y adinerados. Sus ojos no funcionaban pero eran hermosos. Muy hermosos. Tanto que, unos meses después, alguien debió fijarse en ella. Escuchó el cuchicheo de su padre con un desconocido y el llanto de su madre. Al poco, pataleaba y lloraba cuando la introducían en un vehículo. Aquí, sus recuerdos se interrumpían súbitamente como si su mente se hubiera negado a revivir el viaje de muchas horas hasta Pekín, los golpes de la dueña de la casa, la primera vez que tuvo que poner sus pequeñas manos en una piel fría y arrugada que le dio asco, la primera vez que otras manos, también frías y arrugadas, la palparon y la usaron.

En julio había cumplido los veintitrés. Tras once años de servicio en la casa, su destreza en el masaje era considerable. Incluso, había terminado por aceptar al Sauce de la tranquilidad como su hogar. ¿Dónde, si no, iba a ir ella en el inhóspito Pekín? Se había acostumbrado. Al menos, así lo pensaba hasta que conoció al viejo.

Volvió a escuchar a la dueña vociferando y dando unas palmadas que la urgían a bajar. Puntual, como siempre lo era, el hombre llegó justo a las ocho. Era la cuarta vez que venía. Debía bajar al encuentro del cliente pero se demoró un poco, intentando poner orden en sus cavilaciones y en su confusión.

Porque, lo cierto era que le gustaba que el anciano la visitara. Algo que jamás antes le había sucedido con ningún otro cliente. Pasaron por su mente los encuentros anteriores sin saber a ciencia cierta qué pensar. La primera vez – debió ser al poco de su aniversario- pensó que se trataba de un viejo loco. Había pagado sus buenos doscientos yuanes por un masaje y por esa cantidad ella sabía cómo acabaría el servicio. Notó que tenía muchos años por su andar renqueante y por cómo se le cortó la respiración cuando hubo de subir las escaleras. Cuando cerraron la puerta del cuartito, ella le dijo que se tumbara, que calmaría sus dolores de espalda. Más, para su sorpresa, el hombre declinó el ofrecimiento. Sólo le pidió que se sentaran juntos. Su voz estaba quebrada por el duro trabajo y la vejez prematura, como la de tantos y tantos otros. Zhong Jingfei le preguntó de qué quería que hablaran pero él calló en un silencio que se le hizo interminable. Se sentía observada pero nunca pensó que se trataba de uno de esos individuos que se deleitan mirando a chicas jóvenes con los más oscuros deseos. Por el contrario, creyó percibir que él la miraba con curiosidad, con genuino interés. La hora concertada pasó de aquella extraña manera. El viejo, de pronto, se levantó con cierta dificultad, le dio las gracias y marchó. La chica quedó confusa. Quizá aquello era malo. Quizá, el hombre se quejaría a la dueña y pediría que le reembolsaran el dinero lo cual significaría que la golpearían como siempre ocurría si un cliente no quedaba satisfecho. Pero no pasó nada y acabó por olvidar la visita.

Un mes después, más o menos, apareció de nuevo el viejo en El Sauce de la tranquilidad. Lo reconoció enseguida por sus andares arrastrados y por su ronca voz. La escena se repitió. Se sentaron en la cama y él se limitó a estar junto a ella. La chica creyó que, esta vez, el individuo ni siquiera la miraba. Estaba cerca de ella pero le pareció que miraba al frente, tan sólo compartiendo un tiempo fugaz y pagado con ella. Por algún instante el temor la invadió. Quizá fuera un asesino que estudia a las víctimas antes de degollarlas. Había oído historias de esas. O un espía de la dueña que quería comprobar cómo trabajaban las discípulas del Sauce de la tranquilidad. Al igual que en la ocasión precedente, pasada la hora, el anciano se levantó y dijo que se marchaba. Cuando salía por la puerta, la chica sintió que se volvía porque le llegó un hálito de aliento espeso.

- Eres muy hermosa- dijo- Cuando vuelva, quiero que me cuentes cosas de tu vida. Sólo eso. Me gustará.

El mes pasó rápido, perdido en la rutina de cada día. El negocio marchaba viento en popa y cada día Jingfei cubría de caricias a, al menos, dos hombres. Cuando había suerte, la hora terminaba con el masaje. Cuando no, tumbada bajo el peso del cliente.

Septiembre trajo golondrinas que jugueteaban en el alfeizar de su alcoba y vientos agitados con los que los pequineses hacían volar cometas en el Parque. Le habían contado de las cometas, de cómo subían mucho más alto que los pájaros y se recortaban trémulas contra las nubes blancas. Era una de las cosas que le hubiese gustado ver. Algunas noches, soñaba con comentas, o con lo que sus ojos ciegos imaginaban que eran, y pensaba que ella también podría volar, escapar, disfrutar del cielo libre. Alguna vez. Quizá, pronto.

El hombre apareció un domingo y, como siempre, se sentó junto a su lado. Había ya una cierta complicidad entre ellos. Zhing Jingfei se sentía más segura y estaba convencida de que aquel pobre infeliz no era capaz de maltratarla. Estaba tan solo y desamparado que únicamente buscaba compañía aunque para ello tuviese que pagarla. Imaginó que tendría alguna malformación que le volvía desagradable y que hacía que no tuviese amistades o, quizá, fuese retrasado y no le era sencillo entablar conversación.

- Cuéntame de tu vida- le pidió el viejo. Su voz sonaba más a una súplica que a una orden y eso se le antojó tan inusual que Jingfei se enterneció. Hacía muchos años que no le rogaban nada. Tan sólo le ordenaban.

Le costó empezar. Sintió que el rubor cubría sus mejillas y supo que el hombre la estaría observando. Podía haberle hablado de la ciudad, de las compañeras, del verano en que pasó dos días en Yantai, al borde del mar, cuando un adinerado local había requerido seis chicas para una fiesta. De cómo se sintió feliz al caminar por la orilla de la playa, del golpeteo de las olas mansas sobre sus tobillos desnudos, del olor a salitre que tan bien recordaba, del graznar de las gaviotas y de la congoja que le asaltó cuando debió regresar a Pekín. Pero, sin saber por qué, le empezó a contar de su infancia, de Gansu, del aire limpio impregnado de olor a manzanas agrias, de aquel día en que el pequeño Guang Li se perdió y fue ella la que lo encontró acurrucado en la entrada de una gruta. Y de cómo sus vecinos se sorprendieron de que una chica ciega hubiera sabido hallarlo y orientarse en la oscuridad. Y de cuando había fiesta en la aldea. También, de aquella vez que llegaron políticos de la capital y hubo fuegos artificiales que la abrumaron con su ruido, y de que su madre le dijo que eran colores que flotaban en el aire formando dibujos de dragones y ruedas gigantescas. Y de cómo su padre había dicho que aquellas luces que estallaban eran cosa de los malos espíritus.

De pronto, se encontraron riendo juntos y ella sintió que la mano del viejo agarraba la suya y la apretaba. No percibió el más mínimo instinto sexual. Era más bien esa sensación que se tiene cuando dos personas viven algo bello y quieren transmitirse su emoción común por medio de ese apretón que pretende ser un abrazo diminuto y discreto. El tiempo convenido se pasó volando y Jingfei se sorprendió de que así fuese. Por lo general, la hora se le hacía eterna y siempre estaba deseando que la dueña gritara desde abajo pidiendo al cliente que se vistiera.

- ¿Vendrás otra vez? – preguntó.

- El mes que viene. No tengo dinero para venir más a menudo.

Octubre trajo los primeros fríos. Hubieron de prender las estufas y, cada mañana, una fina cortina de escarcha cubría el ventanal. El cuerpo de los hombres que alquilaban sus masajes estaban fríos y a ella le costaba más de lo habitual acariciar aquellas pieles. Muchos días, había llovido. Le gustaban los días de lluvia, con el repiqueteo de las gotas en el cristal y el retumbar de truenos lejanos que le recordaban los fuegos de artificio de los que le contara al viejo. Una noche se percató de que deseaba que el hombre volviera, de tener una hora para charlar, sin masajes que dar, sin soportar ser sobada. Era agradable. Era como volver a tener un amigo, alguien en quien confiar. Se sonrió al pensarlo. Ni siquiera sabía quién era el tipo que la alquilaba para hablar. Un viejo chiflado de esos que se enamoran de jovencitas y que les proponen un matrimonio imposible. ¿Qué sería el amor? Oía continuamente hablar de él a sus compañeras pero Jingfei nunca lo había sentido.

Volvió a escuchar las palmadas de la dueña que comenzaba a impacientarse. Bajó. Se alegró de verlo. Traía un bulto en su mano que dejó sobre la mesita. Era lunes. Era también un día de aguacero y él llegó empapado. No quiso secarse las ropas- dijo que se moriría de vergüenza si tuviera que desnudarse ante ella- y pidió sentarse en un taburete para no mojar las sábanas. Ella, al menos, le secó los cabellos con la toalla y acercó la estufa. Parecía triste cuando, con un hilillo de voz, le pidió que le contara más cosas.

Y, Zhong Jingfei quiso contarle todo. Quizá los espectros de su pasado habían estado siempre en su mente pugnando por salir. Era la hora. Una hora pagada, pero íntima y cercana. Los recuerdos fueron apareciendo a trompicones, sin orden, cada uno de ellos envuelto en dolores de parto. El llanto de su madre cuando le decía adiós, la ausencia del padre, los largos días de viaje en los que el miedo y la angustia la hicieron hervir de fiebre. Le contó cómo todo era mucho más oscuro que de costumbre. En su pueblo, los ruidos y el tacto, los olores y las voces, los infinitos detalles que a los que ven bien pasan inadvertidos, le ayudaban a ocupar su lugar en el mundo. Pero, en Pekín, todo era negro. Sus ojos no veían y sus otros sentidos no sentían. Nada era familiar. Todo desconocido. Cada noche temblaba de miedo. Cada día de angustia y melancolía.

Tocó la mano del viejo. Instintivamente. Y él tocó la de ella. Ambos necesitaban sentirse en aquel momento. Él se la apretó con fuerza, con rabia incluso. Jingfei escuchó que lloraba. Quedamente.

- ¿Lloras? – le preguntó con dulzura- no quiero que llores. Eres un amigo y no deseo que sufras cuando estás conmigo. ¿Qué te ocurre? ¿Es por mi historia? Siento haberte entristecido- y apretó con fuerza la arrugada mano del hombre.

Como que el viejo siguiera sollozando, ella quiso cambiar de conversación, deseó que se animara, que pensara en otras cosas.

- ¿Trajiste algo? – sonrió- Noté que cargabas con algo cuando entraste en la habitación. ¿qué es?

El viejo tardó en contestar. Se pasó la mano por la cara, secando burdamente las lágrimas.

- Es un regalo para ti.

- ¿Un regalo? – exclamó vivaracha Jingfei - ¡hace tanto tiempo que no me regalan nada! ¿Puedo abrirlo?

El hombre permaneció en silencio mientras veía cómo la chica se levantaba y buscaba sobre la mesa hasta dar con la caja. Zhong Jingfei acarició el papel suave que envolvía el presente. Estaba coronado por un lazo grande y aparatoso que le costó deshacer. Nada más abrir el recipiente supo qué contenía. No necesitó palpar lo que había dentro.

Un olor fuerte a manzanas agrias inundó cada recoveco de la habitación al tiempo que el viejo ocultaba su rostro entre sus manos y lloraba desconsoladamente, con una extremada congoja.

- Perdóname, perdóname. Éramos tan pobres, tan pobres- gemía entrecortadamente.- Bebía. Yo quería un hijo que cuidara de mí en la vejez y no supe apreciarte hasta que te fuiste. He tardado tanto tiempo en encontrarte…

La caja que Jingfei sostenía entre sus manos cayó sobre el piso y las manzanas rodaron en todas direcciones hasta perderse debajo de la cama y de la cómoda.

- Perdóname, perdóname- repetía el viejo.

La lluvia tamborileaba en los cristales de la ventana. Hacía tiempo que era noche cerrada y se habían olvidado de encender la lámpara. Las siluetas que la estufa delineaba con las sombras fueron acercándose hasta abrazarse.

- No me dejes otra vez, padre.

- Nunca- contestó él, al tiempo que dejaban atrás El Sauce de la tranquilidad y se perdían por entre las calles alumbradas con bombillas de colores y reflejos que vibraban inquietos sobre el húmedo pavés.

2 comentarios :

J.M. dijo...

Excelente relato. Muy bien ambientado.

Félix Remírez dijo...

Gracias!