13/9/10

Last Kiss


Odio la música. Al menos la que ese pianista se empeña en interpretar en el pub del puerto. No sé por qué lo contrataron. Antes, hace años ya, no había música. Uno se sentaba en la banqueta de skai, pedía un gin tonic y se perdía entre la fumarolas azules de decenas de cigarrillos sin más fin que observar cómo el hielo se derretía en el vaso o evaluar las escasísimas posibilidades de que la morena de la esquina de la barra se dignara siquiera mirarle a uno. Ahora no, ahora hay un piano y unas manos que saben hablar con él, un tipo que se gana la vida con esto y que seguramente es una buena persona pero que nos jode a todos. Yo conozco lo que está tocando ahora. El Last Kiss de Laura Sullivan. El último beso. ¿Cuándo me lo dieron? ¿Cuándo se lo di? No sé. Hace tanto tiempo. Hace tantos gin tonics. Le gustaba esta canción. Tenía el disco en el apartamento y lo ponía cuando cenábamos tranquilos. Encendía velas. Siempre dos, rojas y altas, en un candelabro de plata oscurecida por el tiempo. Y abría una botella de Merlot. Eran aquellas tardes en que preparaba pescado al horno y helado de postre. Aquellas veladas que acababan en tantos besos que nunca había un último. A ella le gustaba este jodido tema de la Sullivan, sí. Bésame por última vez, me decía, para reírse cuando yo lo hacía y me juraba que nunca habría un último beso. Mentía. Sí que lo hubo. Y yo, un imbécil, ni sospeché que una mañana su armario estaría vacío y que habría una nota en la cómoda con un adiós breve y lacónico. Odio la música. Odio a este jodido pianista. Si al menos la morena de la falda corta me mirase.


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