16/6/09

Humanidad


Peter Reotyeberger colgó su gabán en el perchero y cerró la puerta. Olía a lavanda y eso le hizo saber que Susan estaba esperándole. Se alegró de que así fuese. Había tenido un día pesado, con trabajo acumulado, y su presencia siempre le reconfortaba. Subió las escaleras del loft y la encontró leyendo, sentada en unos cojines esparcidos por el suelo. Ella no se percató de que él llegaba. Estaba hermosa, enfrascada en el texto. Llevaba puesta una camiseta azulada – como sus ojos, pensó- y unos pantalones amplios. Estaba descalza. A Peter Reotyeberger siempre le encantaba ver sus pies delicados, con las uñas cuidadamente pintadas de aquel granate, casi negro, que tanto le gustaba. Se acercó por detrás y la besó en el cuello, sobresaltándola. Se sonrieron.

- ¿Qué tal el trabajo? – preguntó ella tras saludarle con un beso.
- No ha sido mi mejor día pero no te preocupes. Ya sabes lo que decimos siempre.
- El trabajo se queda a la puerta de la casa- contestó Susan sonriente.
- Exacto. Déjame que tome una ducha antes de cenar. ¿Puedo?

Por el mohín coqueto y sensual de Susana, Peter supo que ella deseaba una cena corta y una noche larga. Le acarició la mejilla y la volvió a besar.

- No tardo un minuto.

Cuando salió, con el pelo aún alborotado por el agua y el champú, dos sándwiches humeantes estaban en la mesita del salón. Un piano de jazz sonaba en el estéreo y la luz era la justa. Había ya anochecido y las ventanas de las casas de enfrente comenzaban a iluminarse formando dibujos sobre las paredes. Bebieron un Merlot y brindaron – era una costumbre que no abandonaban a pesar de los años de convivencia- con sus brazos entrecruzados.

La desvistió lentamente tras besar cada milímetro de su cara. Era ya otoño, una de esas tardes en que aún no hace tanto frío como para encender la chimenea pero tampoco es agradable estar desnudo. Se metieron bajo las sábanas y la colcha de gamuza. Era su mundo, su hogar. Allá dentro, el mundo podía esperar. Ella le atrajo hacia sí y él se perdió en el éxtasis de sus pechos y en la magia de su vientre. Se gustaron largamente. Tenían toda la noche. Al terminar, ella le miró inquieta.

- ¿Estás preocupado? – preguntó – ¿Ocurre algo en el trabajo?
- ¿Dónde se queda el trabajo? – repuso.
- Ya lo sé, ya lo sé. A la puerta de la casa – le peinó el cabello con una caricia- pero alguna vez me gustaría que me contaras qué haces.
- Ya lo sabes. Negocios inútiles pero que dan dinero. Tratar con personas que tienen problemas financieros, básicamente. Ayudo a unas y amargo a otras, según me ordenen los jefes. Nada excitante, créeme.

La abrazó y ella se sintió segura entre sus brazos, sintiendo su olor y mirando sus ojos. Poco antes de que el sueño la venciera, aún acurrucada en él, le dijo:

- Eres el hombre más sensible y tierno que nunca he conocido. Soy muy afortunada. Eres tan humano. Tan humano.

Él sonrió y la besó.

Por la mañana, procuró no hacer ruido. Susan dormía aún tranquila. Degustó la silueta de sus muslos que asomaban por entre las sábanas y sintió que ella lograba trasladarle a otro mundo. La besó suavemente y salió hacia la oficina.

- Hombre, Peter. Le estaba esperando – un hombre de pelo cano, quizá de más de sesenta años y a todas luces pasado de peso, lo esperaba acomodado en un sillón.
- Señor Martins – contestó Peter con un gesto cortés de su cabeza.
- Tengo un asunto urgente hoy para usted.
- Usted dirá, señor Martins.
- ¿Recuerda a Uwe Tinerman?
- ¿El tendero de la calle 36? – Reotyeberger le recordaba bien. Le había ya visitado dos veces porque se retrasaba habitualmente en los pagos.
- Sí. No aprende, Peter. No aprende. Y es un problema para nuestra organización. ¿Se ocupa hoy del asunto definitivamente?
- Cómo no, señor.

Peter Reotyeberger condujo su BMW hasta la calle 36 y aparcó en doble fila. No esperaba tardar mucho tiempo. Entró en la tienda y el dueño se sobresaltó, retrocediendo hacia el almacén.

- Necesito tiempo – balbuceó el tendero – me deben dar un poco más de tiempo

Peter Reotyeberger no contestó y se limitó a ajustar el silenciador a su revólver.

- Por favor, se lo suplico – gimió el hombre. Peter Reotyeberger no hizo caso de la súplica.
- Sea humano, por favor. Sea usted humano conmigo, por Dios se lo pido.

A Peter Reotyeberger aquellas palabras le parecieron lejanamente familiares pero no supo saber de qué. Apuntó y disparó.

No falló.



2 comentarios :

Internautilus dijo...

Muy bueno, sí señor. Es el tipo de final que hace buena una historia.
Enhorabuena.

Félix Remírez dijo...

Gracias!