13/2/09

Parque en invierno

El invierno era especialmente duro y es que ya se sabía que el cambio del clima había llegado para quedarse unos miles de años, lo suficiente como para que no le preocupara cómo sería la nueva era templada. Si ocurría por efecto de los caprichos del sol o por los humos de las fábricas, era algo que seguían discutiendo. No le importaba. Le gustaban los inviernos blancos. Al fin, un buen abrigo y aquella bufanda que le regaló Sofía – ¡la echaba tanto de menos!- eran más que suficientes. La nieve estaba aún esponjosa y para Antonio era placentero caminar por el parque. Le gustaba hacerlo a primera hora, cuando aún el caminar de los transeúntes no había apelmazado y helado la alfombra blanca que caía por la noche. Se hundía hasta los tobillos pero sus botas altas mantenían sus pies calientes y secos. De tanto en cuanto miraba hacia atrás para contemplar la hilera de huellas que iba dejando tras de sí. Se sentía como un astronauta en un planeta lejano y desierto. Sólo sus huellas, como si nadie más habitara aquel mundo.

Se detuvo frente al lago. Al fondo, un desnudo árbol abría sus ramas marrones y tristes en abanico, como si se tratara de un pavo real que estuviera atrayendo a la primavera. Faltaba mucho aún para que llegara y poblara de verde el parque. El estanque estaba gris. Era un espejo de las nubes plomizas que anunciaban más nieve y más lluvia. Todo estaba yermo, solitario, estático.

Entonces, casi súbitamente, las aguas se llenaron de ondas y de estelas. Como cada mañana le habían sentido llegar. Era consciente de que se acercaban para buscar alimento pero le gustaba pensar que le tenían afecto. Sacó su bolsa de migas de pan y trocitos de lechuga, cortados pacientemente durante la noche anterior. Los patos le rodearon y recordó que a Sofía le encantaba el parque.

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